Carta de Don Antonio de Aguilera y Aguilera

-Manuel Perales Solís-

En el “Semanario de Agricultura y Artes”, dirigido a los párrocos, salía publicada el jueves 29 de diciembre de 1803, una interesante carta escrita por Antonio Aguilera y Aguilera, que a continuación reproducimos. En ella daba cuenta del problema de la oruga del olivo en nuestra comarca y de la oruga de la vid, en el pago de La Centenera:  

Carta sobre las orugas:

Señores editores: no es posible numerar las especies que hay de orugas; pero no dañan igualmente á todas las plantas, pues hay muchas que se alimentan exclusivamente de algunas sin causar perjucio á las demás. En la planta ó árbol en que cada especie encuentra el nutrimento que la conviene, pone sus huevecillos para sacar su cria, y por eso cuidan los inteligentes de despampanar, de descortezar, de raer y aun de bañar el tronco y ramas con algunos ácidos, en aquellas plantas que pueden sufrir este remedio; pero como con poca semilla que quede del insecto basta para propagar su especie, sucede que muchos abandonan este remedio porque se persuaden de que es el mal superior á sus desvelos.

La oliva es acaso el árbol en que causa mas daños cierta especie de oruga, que devora los ramos tiernos donde lleva el fruto. Es tan pequeña dicha oruga, que acaso será imperceptible su cresa, ni puedo descubrir el gusano, y solo diré que la mariposa es blanca y semejante a la que sale de la cebada. En los pueblos en que hay la prudente precaución de podar las olivas de tres en tres años casi no se conoce la oruga, porque este insecto necesita á mi ver de cáscaras secas y reviejas para anidar y vivificarse. Los hacendados andaluces estan tan persuadidos de esta verdad que luego que se seca alguna rama, mandan quemar hasta la mas pequeña hoja que queda separada del árbol, como que saben con evidencia que quando se va poniendo pajiza, se anida entre las cáscaras y la madera un gusanillo imperceptible que taladra el tronco ó rama por todas partes cubriendo la tierra de un aserrin blanco: de allí á pocos dias vuela convertido en mariposa á la cima del árbol, y devora los tallos mas tiernos y fructíferos. Ni se contentan con esta precaucion, sino es que abren las cañas de las olivas, y arrancan con instrumento bien afilado todo lo que hay seco ó corroido en donde pueda anidarse la palomilla. Estas precauciones se toman en Andújar, Marmolejo y Montoro para evitar la palomilla que tan grandes males causa en sus hermosos y bien cultivados olivares. Apesar de todas ellas he visto destrozados muchos pagos en Andalucía de los inmediatos á las poblaciones, no obstante que son los más abonados y de mejor calidad de tierra. Los inteligentes atribuyen esta calamidad á las enormes hacinas de leña de oliva que los hacendados tienen en sus casas; y yo he notado que los únicos pagos que sufren este contagio son los que caen hacia el oriente, sin duda porque la palomilla vuela con mas facilidad con el viento abrego, el mas fuerte y constante en aquel pais.

Ermita de San José en la Centenera, centro neurálgico de este pago serrano de gran tradición vitivinícola. Foto: Manuel Perales Solís.

Tambien tiene la encina su oruga favorita que causa mas ó menos daño, según los hombres y las estaciones favorecen ó detienen su propagación. Igualmente se hallan sus ramas secas, taladradas y cubiertas de aserrin. Nuestro Herrera conoció este insecto y no dá contra él remedio alguno, y a mi solo me ocurre que se pudiera disminuir el daño, limpiando con frecuencia las encinas de las ramas secas, separando de ellas la leña y quemándola quanto antes.

Oruga de la vid: el destrozo que hace muchos años en el pago de la Centenera, término de la villa de Marmolejo, un insecto llamado allí el revolvedor, me ha exitado á hacer sobre él mis pobres reflexiones. Le dan este nombre porque al brotar los tallos tiernos de la vied los envuelve con los ramicitos, y se secan y pierden sin remedio. Los naturales despampanan, y descortezan las cepas y sarmientos, quitando lo reviejo con instrumento cortante y aun ha habido alguno que ha arrancado la cepa contagiada; pero todo en vano, pues cada año va encastando y propagando mas el revolvedor. 

Yo he leido en Virgilio que el mejor cultivador es el que vendimia mas tarde y quema los sarmientos mas pronto: máxima que comparada con la que se sigue en Andalucía de quemar las ramas que en cualquier tiempo se separan de la oliva, me hace sospechar si sería conducente quemar los sarmientos luego que se efectúa la poda, aunque no se mas que para disminuir en ellos las orugas ó semilla de ellas que conserven. Lo cierto es que con motivo de estar dicho pago cercado de bosque, no se hace aprecio de los sarmientos como combustible, y solo sirven para reparar y fortificar las vallas. Y es muy de notar que á las cepas que estan cerca de las casas jamas llega el revolvedor, lo que procede en mi concepto de que los sarmientos de aquellas se queman como que estan á mano; y cuando no, porque dichas cepas estan distantes de los vallados en que se hacinan todas las del majuelo. Los naturales dicen que el estiercol es la causa de no contagiarse; pero lo cierto es que no se estercolan, y que puede ser muy corto el influxo de un estercolero pequeño y á mucha distancia de las vides. En el sarmiento me aseguran que se halla el aserrin y demas indicios que he dicho de la oliva y la encina, y así hay fundamento para creer que los resultados serán iguales.

Yo he hecho instancias á algunos hacendados para quemen los sarmientos y hojas secas que caen al pie; pero no he conseguido nada porque responden que si los demas no hacen lo mismo será perder el tiempo.

Voy á concluir esta carta con la noticia siguiente. Manuel Romero, labrador pobre de Marmolejo, quiso utilizar un terreno que tenia en una pendiente cubierta de mucha piedra menuda, sacando ésta hacia el arroyo en un carrito de que tiraba una burra; pero como ésta no tenia fuerza para sostener el peso del carro cargado al ir cuesta abaxo, ató á éste un arado que hincaba mas ó menos según lo arrastraba con mayor o menor fuerza el peso del carro, y de esta suerte despedregó su campo con facilidad, y lo labró al mismo tiempo”.

Probablemente el tal Antonio Aguilera conociese la zona de la Centenera a través de familiares cercanos o bien, incluso, pudo ostentar algunas posesiones en nuestro término municipal. Curiosamente el apellido Aguilera aparece asociado en los años finales del dieciocho y principios del diecinueve a diferentes lugares del pago de Cerrada y de la propia Centenera. Sabemos que el 15 de enero de 1808, Bartolomé José de Aguilera y Armijo, compraba una viña en la Centenera a María de los Peligros Ruz y Serrano, vecina de Andújar, con casa, bodega y vasos que estaba compuesta de cinco aranzadas y media, por el valor de 2057 reales de vellón. Años después, en 1817, el presbítero Bartolomé de Aguilera y Aguirre, adquiría unos injertos en la Umbría de los Negros, pago de La Cerrada, seguramente por poseer ya alguna propiedad de mayor importancia en la zona conocida, precisamente, por “Aguilera”, próxima a ese lugar.  

 La explotación vitivinícola tuvo un papel testimonial en el término municipal de Marmolejo a comienzos del XIX. Sólamente estaba presente en La Centenera y en algunos predios esparcidos por el pago de La Cerrada donde los viejos viñedos, ya en clara recesión, empezaban a sufrir la competencia de las nuevas plantaciones de olivares. 

Cumbres de la Centenera desde el Baldío. Foto: Manuel Perales

En ese sentido aún nos perdura como recuerdo de aquella actividad, los nombres de diferentes lugares del pago de Cerrada, encomendados al cultivo de la viña, entre ellos: “La viña de Cañete”, en la zona de La Romera; “Viñuela de Godoy”, en la Herradura; “Arroyo de Las Cavas”, junto al rio Yegüas, etc.

El vino producido era fundamentalmente para el consumo local y el cosechero más importante fue Francisco de Paula Arévalo titular de “Bodegas Arévalo”, de donde se surtían de vino blanco los distintos puestos de venta de la localidad.

Son frecuentes en los protocolos notariales el registro de compraventas de viñas en la Centenera en estos años de comienzos de siglo diecinueve. En junio de 1817, “doña Andrea Valenzuela Gutiérrez, viuda de José del Caño, vendía un viña de 8 aranzadas con casa, bodega y vasos, rodeada de otras viñas”. También en enero de 1818 se vendía una viña propiedad de doña María Pelayo compuesta por 6 aranzadas y cuarta, con bodega, a favor de D. Vicente Luque.

Portada del Semanario “Agricultura y Artes”. Fuente: Biblioteca Nacional.

 En el caso de los arrendamientos de viñedos, conocemos un modelo de contrato “tipo” de los que se concertaron en esos años. Concretamente el que realizaron el vecino Miguel de Lorite a favor de don Andrés Ruiz Sánchez, vecino de Andújar el 24 de marzo de 1818. Dice así: “Que en pago de la Centenera de este término, tiene y posee una viña compuesta de 15 aranzadas y cuarta, con casa, bodega y vasos. Este arrendamiento se celebra por espacio de cinco años. El Andrés Ruiz ha de satisfacer al otorgante en cada uno de los cinco años 750 reales y además una carga de ubas de 8 arrobas, o su valor en caso de que no se produzca ninguna, poniendo todo de su cuenta y riesgo en casa y poder del otorgante en esta forma: los 750 reales de la primera paga, en primer día de Pascua de Resurrección del año próximo de 1819, y la carga de ubas, o su valor, el día 20 de octubre del mismo año, observando lo mismo los años siguientes hasta la extinción del contrato”.

Es lógico pensar, por tanto, que una de las preocupaciones más corrientes entre los agricultores de nuestra comarca fueran las plagas que periódicamente sufrían sus viñedos y olivares, contratiempos con gran incidencia en sus castigadas economías y a los que se le intentaba dar soluciones desde instituciones como la iglesia católica que ejercía, por estas fechas, gran capacidad de influencia en el medio rural a través de sus párrocos y presbíteros.

Fuentes y Bibliografía:

Archivo Histórico Provincial de Jaén. Sección: Protocolos Notariales. Años 1800 a 1818

Ayuntamiento de Marmolejo: Actas Capitulares, año 1836.

(*) Se ha respetado íntegramente la ortografía del texto.

Relato y recuerdos de la infancia. «Las Bellotas»

-Mariano Jurado Arcos-

Agradezco la colaboración de mi hermana María, Memoria viva y «disco duro» en mis trabajos y recuerdos».

Los recuerdos que os voy a contar ocurrieron hace muchos años – casi 60- y tuvieron tanta fuerza, tanto me impresionaron algunos, que aun viven claros en mi mente.

La calle

 Una calle, mi calle. La calle “Norte”, no sé porqué este nombre, quizás indique “hacia donde”, “el buen camino”, a mi me gusta. Está situada casi a las afueras del pueblo. Se entra por la calle Huertas y tiene su salida al campo. Entonces los trigales de “Pico Roto”, o altos maizales donde jugar y esconderse… la era. Había un camino estrecho, detrás de las casas, para ir al balneario. El otro camino, más ancho, también entre cultivos de huerta, la de Joaquín Relaño, ¡qué recuerdos!, pasando por restos de trincheras y olivares, hasta  la “fuente Conejito”.

El camino, entre olivares, se estrechaba hasta llegar al rio. En las lindes, romero, arrayanes, zarzas, lentiscos… pajarillos, insectos, lagartijas, algún lagarto, verde, grande, asustado. Si no hacíamos mucho ruido al caminar, entre la hojarasca podíamos oír cómo se deslizaba  alguna “bicha”,,, Cada montón de ramas o piedras estaba lleno de vida, pequeños ecosistemas interdependientes. Pocas luces tenía entonces la calle: tres bombillas repartidas. Casas bajas, blancas de cal en una calle de tierra. Aceras de cemento, para evitar el barro en invierno y pistas de juegos y carreras para los niños.Ya mayor he sabido que, esa calle estaba llena de historias, de personajes importantes en la vida del pueblo. Importantes o no, la gente de mi calle, por miles de motivos para mí, lo eran y lo son: hombres y mujeres implicados en la República y su defensa, machacados, en todos los aspectos después del golpe de estado militar del 36, Gente humilde que vivía de sus jornales o de la generosa naturaleza. Pasando hambre o jugándose la vida hasta el extremo del: exilio o el monte. Morir al fin.Como digo, algunas de estas cosas las he sabido de mayor. No nos hablaban nunca de penas, ni de rencores; se vivía resignadamente, dignamente, día a día.Nuestra casa, como todas, no tenia agua corriente, -la traía mi madre a cantaros-, tampoco tenía una cocina como la entendemos ahora, hace 60 años se cocinaba a leña, se lavaba a mano, en el arroyo y… aunque duro y sin comodidades, se respiraba ternura y una felicidad diríamos que adaptada. Tres habitaciones, patio y corral. En el patio una parra, la “cocinilla”, un jazmín y macetas. Muchas macetas de helechos y geranios. En verano no podía faltar la albahaca, que con tanto mimo sembraba mi padre a su “obrera”.

También un enigmático pozo, compartido con la casa de la izquierda. Mi imaginación infantil no entendía que no tuviera agua, solo cosas caídas o tiradas al fondo. Mi madre lo veía como un peligro: ¡había que rellenarlo o taparlo!, ¿algún día tendríamos un disgusto!. Mi padre lo veía como una oportunidad: quizás esté cerca la veta de agua….El corral, con un gallo y algunas gallinas, conejos y un cerdo. El cerdo era “la hucha”, ¡ahora lo entiendo!. El gallo era para el médico o el maestro de escuela: como pago y agradecimiento a sus atenciones y a curar a los niños. Al corral caían las ramas de un gran árbol, del otro lado de la tapia, era una Azofaifa. Árbol exótico y poco visto, entonces, al menos para mí. En otoño e invierno, parecía seco y lleno de grandes pinchos; en primavera se llenaba de pequeñas hojas verdes. Era en Julio o Agosto cuando, misteriosamente, se llenaba de puntitos rojos achocolatados, como aceitunas… verdes por dentro y sabían a manzana. ¡Qué raro!.

Dentro de casa, una única bombilla. Se encendía con el alumbrado de la calle. Una habitación era de mi abuelita, su cama con “perinolas” doradas, una mecedora, -a veces, nos parecía que se balanceaba sola… !!. Una cómoda negra con ropa; entre la ropa, buscando y rebuscando, había papeles, fotos, y cosas misteriosas…Estas cosas extrañas  no se desvelaron nunca; al contrario sirvieron de regañina a nosotros y enfado para mis padres. No podía entender que un pin o un pilla corbatas, con una hoz y un martillo, fueran peligrosos para un niño, ¡qué extraños los mayores! Encima de las habitaciones había una cámara, sin escalera…¡¡no la podía explorar!!. Eso estimulaba mi curiosidad de niño. Desde abajo, veía algún saco atado, cajas con mucho polvo, calabazas secas… Tardé muchos años en saber lo que allí había. Entonces aprendí a cazar los ratones que habitaban la cámara. Sus ruiditos por la noche, y mi volátil imaginación… no me dejaban dormir.

Mi abuelita, aunque mayor, repartía verduras todos los  días puerta a puerta en Andújar, ¿porqué no en Marmolejo?. No lo podía entender.  La llegada de los hortelanos, con sus verduras, era una verdadera fiesta todas las tardes, para mis ojos de cinco o seis años. Aquel despliegue de colores: las verdes acelgas, lechugas o espinacas….el blanco vivo de las cebollas tiernas, el ramillete rojo de rabanillos o los majestuosos cardos blancos con tonos morados, recién desenterrados…en fin, ¡qué lecciones de vida y naturaleza!.Mi hermana María, con dos o tres años, monísima,  con sus vestiditos muy limpios, trenzas, ojos grandísimos… también participaba de la fiesta junto  al niño, el mayor, el “ojito derecho de la abuelita”…dicen que guapo, también grandes ojos, inquieto y siempre pensando algo nuevo. No siempre bueno.Mi madre además del duro trabajo de casa: niños, familia y animales, “arrimaba” algún dinerillo con jornales en la aceituna, maíz…donde hubiera una ”perra gorda” a ganar allí estaba ella. De mi padre que decir: trabajo, trabajo y trabajo. Como “extras” traía leña, espárragos, algún guiso de vinagreras, cuando era el tiempo zorzales, alguna perdiz o conejos de monte…además sembraba para casa melones, garbanzos, pimientos…recogía la aceituna del bancal de olivos que el cuidaba durante todo el año. Aun tenía tiempo para hacernos algunos juguetes…Mi padre, recuerdo que, todos los días del año, a la vuelta del trabajo se hacia su “vino” en la taberna. Medio litro de vino blanco peleón con un puñado de garbanzos tostados o una tira de bacalao, Con los amigos una tertulia encriptada, en monosílabos, duraba lo que el vino, el tema como todas las noches: “como aguantar hasta que vuelvan los nuestros”…la esperanza los mantenía fuertes, vivos. Al llegar a casa, lavarse y casi sin cenar, por la modorra y el cansancio profundo. Había que dormir, soñar, recuperar fuerzas, para empezar de nuevo a la salida del sol.Las casas de alrededor, a la nuestra eran más o menos iguales, Solo la de enfrente era muy distinta, tenia planta baja y piso, más grande, pintada de un rojo cobre y franjas blancas enmarcando ventanas, puertas y ¡balcón!. Desde luego que resultaba ser un “pequeño palacio” en medio de la calle, en aquella época, con aquellos ojos.

Los vecinos.
Ya expliqué, lo importante que era para mí la gente de la calle. Las familias, sus oficios… ese sentido de pertenencia nos hacían únicos. En la casa de la izquierda, con la que “compartíamos pozo”, vivían dos familias: dos hermanas, una casada con Pedro “el peluso” y dos hijas; la otra casada con Julián “el perinchola”, con tres hijos. Pedro y Manuel, más o menos de mi edad, compañeros de juegos. La casa tenía dos habitaciones, En el segundo cuerpo una cocina compartida, con la chimenea siempre encendida para cocinar. Dentro, junto al pozo sin agua, un pequeño banco de carpintero y algunas herramientas. “El peluso”, hombre recio, fuerte, pelo y barba abundante. Con un toque de tristeza en sus ojos. Quizás bebía demasiado. Había sido un gran portero del equipo local… Julián, era otro modelo, completamente distinto. Vivía todo el año, él y su familia, de la naturaleza, de sus habilidades: espárragos, alcaparras, collejas, zorzales, conejos… carbón, picón, la rebusca de aceituna…cada cosa en su tiempo. Para casa, y vender o cambiar a los vecinos. Se hacia sus propias “costillas”, las perchas, los lazos. Con su esfuerzo, habilidad y conocimientos de la naturaleza, mantenía a su familia. Duro con su mujer e hijos. También bebía. De todo lo demás, de la casa, se encargaba Fca. Paula, y no era poco, lavar, cocinar, remendar, traer agua..En la casa de la derecha Juana Torres y su marido Paco “el del bombo”, tres hijos, el más pequeño íntimo amigo en lo malo y en lo bueno; desde aquellos años hasta hoy. Comíamos “cantos con aceite y azúcar” que nos hacia Juana o mi madre. Desde muy pequeños lo hemos compartido todo: cuentos, cromos, aventuras, bromas, “poner costillas”, pesca, juegos, y travesuras. En la casa de enfrente vivía “la colicana” las hijas que tenían no eran de mi edad. Tenían muy buena relación de vecindad con mis padres. Pronto emigraron a Barcelona. Al otro lado “los vicentorros”, tenían dos o tres hijos. Vivian de una recua de animales, -mulos y burros- con los que hacían portes de aceituna al molino, arena y materiales a las obras, o leña y jaras a los hornos…los hijos, desde muy pequeños iban al cuidado de los animales. A mí este “vicentorro” me parecía bastante “animal”. En la “casa del balcón”, vivían Luisa y Antonio “el municipal”, con dos hijas y un niño menor que yo, Rafael. Muy buenos vecinos, cuanto han ayudado a mi madre; Luisa nos cuidaba cuando mi madre trabajaba fuera de casa, Antoñita y su hermana eran muy amigas de María, siempre jugaban juntas. En esta casa, todos los años, se hacía matanza de un cerdo a la entrada de invierno… ¡¡ qué fiesta para los niños !!. Unas casas más allá, la de Manuel “seis dedos”, ¡nadie tenía seis dedos en una mano!, solo este buen hombre. Su mujer María, siempre la vi de luto, tenía tres hijos: Manuel, Antonio y María. Con ellos también vivía el “tío José”, (además tenían otro tío en ¡Australia!); qué sellos de correos más extraños. Toda la familia eran hortelanos, muy buena gente. Pronto se fueron a Bilbao, creo. Antonio, otro inseparable de juegos cromos y cuentos de “Roberto Alcázar y Piedrín”. Para acabar, casi enfrente de Juana Torres, mas hacia el campo, en una media casa vivía “la Eustaquia”. Mujer mayor, viuda, casi sorda, con velo negro y un hijo de unos 35 años, solterón: José “el de la Eustaquia”. Nunca entré en esa casa. José vivía en el monte, solo bajaba una o dos veces al mes. Cortaba jaras, hacia carbón y picón…vivía del monte. Persona enigmática, rara, boina negra raída, calada hasta las orejas. Ropa gris, brillante y tiesa por la resina de la jara. Hablaba muy poco, aunque se decía que: “tenía la gracia de parar las bichas”

Juegos de niños.

Cada época del año tenía sus juegos. Con la llegada del frio, se hacia la matanza en algunas casas. Era una locura para nosotros, los más pequeños. Darle vueltas al rabo, inflar y jugar con la vejiga y…comer los distintos asados en el majestuoso fuego que cocía la cebolla. Inolvidable.

En la calle, a pesar del barro, jugábamos a “la pita y el marro”, buscábamos “alúas” y cazábamos pajarillos en la huerta de Joaquín…de paso nos comíamos alguna granada. Las Navidades, también tenían para nosotros, un encanto especial: se cantaban villancicos, se pedía el “aguinaldo”… Perrunas, galletas y rosquillos en algunas casas; en la nuestra pestiños y poca cosa más, garantizaban la fiesta. Mi madre los escondía: ¡ son para Navidad ! …mi hermana y yo nos encargábamos de que llegaran pocos a esa fecha Era tiempo de recogida de aceituna, los “Vicentorros” y su flota de burros, desfilaban por la calle, con los serones llenos camino del molino. Los Reyes Magos pasaban de largo. Un día después, íbamos a casa de Estrella, mi “Madrina”: allí sí que tenían un cuento, un rompecabezas o una muñequita… para nuestra ilusión. Siempre Manuel Jurado y Estrella fueron muy buenos con nosotros.Más tarde, “la Candelaria”, hogueras de ramón en cada esquina, corros y juegos alrededor del fuego. El Carnaval era cosa de jóvenes y mayores, con sus corros y coplillas.. el despertar de la adolescencia. Isidro, yo y alguno más, a lo nuestro, poner costillas y coger pajarillos en la huerta. 

Con la llegada del buen tiempo, había que buscar nidos, hacerse un tirador con una buena “tranquilla de olivo” – no de adelfa -, con gomas de cámara de moto y ensayar el tiro con los gorriones o alguna lata. Alguna tarde, no era extraño que volviéramos a casa con algún chichón, después de las guerrillas, a pedradas, entre las Vistillas o los de “allí abajo” y la calle Norte, ¡ “los mejores” !. Después del chichón… algunos “alpargatazos” al culo…Con el buen tiempo, “el dopi”, el escondite, los cromos, las bolas… jugar en las siembras, y correr por las voces de “Pico Roto” o Joaquín Relaño, el de la huerta. Pronto empecé a leer cuentos de “Roberto Alcázar”… del “guerrero del Antifaz” o “El TBO”, que me dejaban o cambiaba, con Isidro, Antonio u otros niños de la calle. También cambiábamos coleccionables de “Ciencias Naturales”, “Las cruzadas”, de coches… no sé donde habrán ido a parar esos dos o tres álbumes que completé. A la llegada del verano, paseos al campo, “buscar pajarillos”… y al anochecer, hasta muy tarde, tomar el fresco en la puerta: hacíamos faroles con sandias caladas, con caras de miedo, y un trozo de vela encendida dentro… Tertulia entre vecinas, cotilleos, nos contaban cuentos, los clásicos, los de siempre: “Caperucita y el lobo”, “Purgancito”, “Blancanieves”… Mirábamos las estrellas, ¡¡ entonces se veían, y tenían nombre !! No faltaba el “cuchicheo de los mayores”, sus cosas, que, aunque pegábamos el oído no entendíamos.

Las Bellotas.

Resultaba normal, a la caída de la tarde, ver correr a los niños a esperar a sus padres o los que venían de la sierra de trabajar. Ellos sabían que estábamos impacientes. Era algo especial rebuscar en la talega, un trocito de tortilla, algún “torreznillo” o quizás la manzana de su postre, que no se comían por nosotros. Para nuestro padre, y el de tantos otros niños, las caras de alegría cuando les preguntábamos: ¿”nos traes algo”?… era su mejor alimento. Su recompensa al duro día. A veces nos sorprendían con pequeños juguetes, hechos a punta de navaja. Un barquito de corteza de pino, una sillita de carrizos o un muñeco de quejigos. En según qué tiempo o qué sitio trabajaban, las sorpresas eran distintas, variadas; no querían defraudar nuestra infantil expectación. Cualquier fruto silvestre, moras, higos chumbos, madroños, bellotas…Una tarde, José “el de la Eustaquia” había bajado de la sierra después de algunas semanas. Reunía a la puerta de su casa un corro de chiquillos, los mantenía entusiasmados repartiéndoles bellotas dulces. Recuerdo ahora esos momentos y, aún, se me pone “la piel de gallina”, erizada. Como todos, me acerqué a pedirle bellotas. Alargué mis pequeñas manos. Él me miró y me dijo: “ven Marianillo, mete las manos en el bolsillo de la chaqueta y coge las que quieras”… Metí la mano y, junto a dos o tres bellotas, saqué, enrollada en mi mano ¡¡ “una bicha” !!, una culebra. La impresión fué tan fuerte, tan impactante, que caí al suelo, y perdí el sentido.

De después, no recuerdo nada. Los efectos de la brutal canallada, y la reacción de mis padres los he sabido después, ya bastante mayor.Me contaba mi madre, que ella y los vecinos le dijeron de todo, “se lo hubieran comido”, que él, cobarde y acorralado tuvo que esconderse. La pobre Eustaquialloraba y oía mucho más de lo que hubiese querido. Su hijo no tardó en subirse al monte. Yo no lo volví a ver. A mi padre hubo que convencerle para que no “subiera al monte” a buscarlo. Hubiera sido una desgracia.A partir de todo esto, mi madre me contaba, que cogí las fiebres tifoideas, que se complicaron y pasó a meningitis, que estuve muy malito… Quizás no hubo correlación entre la canallada de “las bellotas” y mi posterior lucha, entre la vida y la muerte. Afortunadamente ganó la vida.Ahora revivo aquellos años de mi infancia, que mis padres, en mi calle, con mis vecinos y amigos, en mi pueblo – y con un montón de carencias prescindibles – nos dieron su mejor herencia para nuestro futuro: calidez y valores.Gracias a todos, también a “las bellotas dulces de la Centenera”. Ahora perdono la locura irresponsable de este pobre hombre: José “el de la Eustaquia”.

NEORREALISMO
El orinal estaba descascarillado,                                                      

el niño se hirió el culito.                                                              

El niño no cicatrizaba.    

La curandera le recetó pomada.                                                        

El culito del niño no mejora nada.                                                    

El padre llegó bebido como todos los sábados.                                    

La madre zurcía la sábana de quita y pon.                                        

Los siete hermanitos dormían felices y hambrientos                              

en la sola alcoba del apartamento.                                                

Solo no dormía y lloraba el pequeño del culito infectado.                    

El padre le pega al pequeño                                                          

 antes de abrazar a su mujer para hacerle otro.


Gloria Fuertes.  Poesía social, editorial cátedra.